El muerto era mulato. Estaba allí en camilla del hospital suburbano. El médico firmó el acta de defunción:
–Sobredosis de alcohol.
Firmó y se fue. Quedó el enfermero, como última compañía del cadáver.
Burocráticamente llenó la ficha. Estatura: 1,73. Edad: 48 años, aproximadamente. Profesión: desconocida. ¿Filiación? N.N.
El cuerpo de N.N. quedó allí iluminado por la tenue luz de la lamparilla de 40 bujías. La tarjeta del enfermo colgaba de un piolín atado a su mano derecha. Ya amanecía. Fue el fin de un hombre, de un soldado de la sociedad, de esos millones con rostros parecidos.
¿Habrá sido pobre? Seguro, por la pinta. Fue niño. ¿Habrá tenido hermanos? Unos diez. No conoció a su madre. Sí a su padre, pero poco. Se había ido cuando él era chico. Su madre real no era la madre muerta sino su hermana mayor, que le llevaba 25 años. Promiscuidad, dirían los sociólogos. Y lo de siempre en el subdesarrollo. La pelota, su juguete. La escuela que no sirve porque había que trabajar en un ingenio azucarero cerca de la gran ciudad.
Así se hizo grande. Un muchacho que no leía ni escribía. Que jugaba al fútbol, lo único que sabía sin que nadie se lo hubiera enseñado.
Fue una parábola. Un rayo. La fama. Toda. La decadencia. Toda. La cara hosca de perder hasta el opio de la gloria.
–No, viejo. Ya sabemos quién sos, pero andate del boliche que ahuyentás la clientela.
–Si no supo guardar la tela que ganó, ¿qué quiere que le haga?
–Qué vagabundo. Otra vez le pegó a la mujer, pese a que lo mantiene y le paga la bebida –exclamó cien veces el comisario del barrio.
El N.N. se fue alejando del ruido. Cada vez más lejos, enterrado en el último suburbio. Lejos del centro. Lejos de su pago, al que no se atrevió a volver.
Estaba flotando en el medio de una sociedad que lo había coronado. ¡Qué distante estaba todo! Aquel recibimiento. La apoteosis sobre el carro de los bomberos. Una lluvia de papeles sobre él. El Presidente abrazándolo, como queriendo demostrar ante el pueblo que el crack era su amigo.
El país y el mundo lo admiró. Lo coronó rey. No supo aprovechar la fama. Jamás lo intentó. Sí quiso prolongarla hasta el éxtasis. Era su vicio. Era su oxígeno. El retrato de noches pasadas y plagadas de halagos.
Restaurantes que se abrían de par en par sin pasarle la factura. Taxis que se negaban a cobrarle el viaje. Fotógrafos ávidos de redescubrirlo vivo, aun después de su máximo esplendor. Mujeres rubias y perfumadas revolcándose con él en las camas de lujosos hoteles. Su vanidad fue colmada cuando le apareció un hijo sueco, producto de una de sus aventuras en Europa. Tenía asegurada su inmortalidad.
Nunca podría ser un N.N.
......
La tarjeta colgaba de su muñeca derecha. Un tosco hombre de la morgue apagó la luz que ya no hacía falta. Piadosamente le cubrió el rostro con una sábana.
–Alguien pasará a buscarlo.
N.N. volvió a quedar solo con sus sueños de gloria. Era un castigo. Justo él, un N.N. Justo él, que era saludado desde los ómnibus, desde los trenes, desde los ranchos de villas miserias, desde los balcones bacanes de los barrios residenciales.
N.N. se leía en la tarjeta iluminada por la primera luz del día en el barrio carioca de Bangú.
Por suerte, el muerto no podía leer.
Por suerte, Garrincha no sabía leer.
Justo Piernes