Impresión de José Martí
Por Rubén Darío
Me hospedé en un hotel español, llamado el Hotel América, y de allí se esparció en la colonia hispanoamericana de la imperial ciudad la noticia de mi llegada. Fue el primero en visitarme un joven cubano, verboso y cordial, de tupidos cabellos negros, ojos vivos y penetrantes y trato caballeroso y comunicativo. Se llamaba Gonzalo de Quesada, y es hoy ministro de Cuba en Berlín. Su larga actuación panamericana es harto conocida. Me dijo que la colonia cubana me preparaba un banquete que se verificaría en casa del famoso “restauranteur” Martín, y que el “Maestro” deseaba verme cuanto antes. El maestro era José Martí, que se encontraba en esos momentos en lo más arduo de su labor revolucionaria. Agregó asimismo Gonzalo, que Martí me esperaba esa noche en Harmand Hall, en donde tenía que pronunciar un discurso ante una asamblea de cubanos, para que fuéramos a verle juntos. Yo admiraba altamente el vigor general de aquel escritor único a quien había conocido por aquellas formidables y líricas correspondencias que enviaba a diarios hispanoamericanos, como La Opinión Nacional, de Caracas, El Partido Liberal, de México, y, sobre todo, La Nación de Buenos Aires. Escribía una prosa profusa, llena de vitalidad y de color, de plasticidad y de música. Se trasparentaba el cultivo de todas las literaturas antiguas y modernas; y, sobre todo, el espíritu de un alto y maravilloso poeta. Fui puntual a la cita, y en los comienzos de la noche entraba en compañía de Gonzalo de Quesada por una de las puertas laterales del edificio en donde debía hablar el gran combatiente. Pasamos por un pasadizo sombrío; y, de pronto, en un cuarto lleno de luz, me encontré en los brazos de un hombre pequeño de cuerpo, rostro de iluminado, de voz dulce y dominadora al mismo tiempo y que me decía esta única palabra: “¡Hijo!"
Era la hora ya de aparecer ante el público, y me dijo que yo debía acompañarle en la mesa directiva; y cuando me di cuenta, después de una rápida presentación a algunas personas, me encontré con ellas y con Martí en un estrado, frente al numeroso público que me saludaba con un aplauso simpático. Y yo pensaba en lo que diría el gobierno colombiano, de su cónsul general sentado en público, ¡en una mesa directiva de revolucionarios antiespañoles! Martí tenía esa noche que defenderse. Había sido acusado, no tengo presente ya si de negligencia, o de precipitación, en no sé cuál movimiento de invasión a Cuba. Es el caso, que el núcleo de la colonia le era en aquellos momentos contrario; más aquel orador sorprendente tenía recursos estraordinarios, y aprovechando mi presencia, simpática para los cubanos que conocían al poeta, hizo de mí una presentación ornada de las mejores galas de su estilo. Los aplausos vinieron entusiásticos, y él aprovechó el instante para sincerarse y defenderse de las sabidas acusaciones, y como pronunció en aquella ocasión uno de los más hermosos discursos de su vida, el éxito fue completo y aquel auditorio antes hostil, le aclamó vibrante y prolongadamente.
Concluido el discurso, salimos a la calle. No bien habíamos andado algunos pasos cuando oí que alguien le llamaba “¡Don José! ¡Don José!” Era un negro obrero que se le acercaba humilde y cariñoso. “Aquí le traigo este recuerdito”, le dijo. Y le entregó una lapicera de plata. “Vea usted, me observó Martí, el cariño de esos pobres negros cigarreros. Ellos se dan cuenta de lo que sufro y lucho por la libertad de nuestra pobre patria”. Luego fuimos a tomar el té a casa de una amiga suya, dama inteligente y afectuosa, que le ayudaba mucho en sus trabajos de revolucionario.
Allí escuché por largo tiempo su conversación. Nunca he encontrado, ni en Castelar mismo, un conversador tan admirable. Era armonioso y familiar, dotado de una prodigiosa memoria, y ágil y pronto para la cita, para la reminiscencia, para el dato, para la imagen. Pasé con él momentos inolvidables, luego me despedía. El tenía que partir esta misma noche para Tampa, con objeto de arreglar no sé qué preciosas disposiciones de organización. No le volví a ver más.
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