Sin palabras
La masa susurrante de una lengua desconocida constituye una protección deliciosa, envuelve al extranjero (por poco que el país no le sea hostil) con una película sonora que detiene en sus oídos todas las alienaciones de la lengua materna; el origen, regional o social, de quien la habla, su grado de cultura, inteligencia, de gusto, la imagen mediante la cual él se constituye como persona y pide reconocimiento. Por esto, ¡qué descanso en el extranjero! Allí estoy protegido contra la estupidez, la vulgaridad, la vanidad, la mundanidad, la nacionalidad, la normalidad. La lengua desconocida, de la que no obstante aprehendo la respiración, la corriente aérea emotiva, en una palabra, la pura significatividad, conforma en torno mío, a medida que me desplazo, un ligero vértigo, me arrastra en su vacío artificial, que sólo se cumple para mí: me mantengo en el intersticio, desembarazado de todo sentido pleno. ¿Cómo se las ha arreglado allá con la lengua? Sobreentendido: ¿Cómo se ha asegurado esa necesidad vital de comunicación? O más exactamente, aserción ideológica que recubre la interrogación práctica: No hay comunicación más que en la palabra.
Ahora bien, sucede que en este país (el Japón) el imperio de los significantes es tan vasto, excede hasta tal punto la palabra, que el intercambio de signos sigue siendo de una riqueza, de una movilidad, de una sutileza fascinantes, a despecho de la opacidad de la lengua, a veces incluso gracias a esa opacidad. La razón de esto es que allá el cuerpo existe, se despliega, actúa, se entrega, sin histeria, sin narcisismo, pero según un puro proyecto erótico –aunque sutilmente discreto-. No es la voz (con la que nosotros identificamos los <
Roland Barthes
(“El imperio de los signos”)
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